La aventura comienza con algunos ligeros contratiempos que nos hacen dudar de si en algún momento del viaje desconectaremos de verdad... Las últimas semanas fueron tan agobiantes que no le habíamos dado más vueltas y vamos un poco como novatos que no han salido nunca de su pueblo.

El viaje no se nos ha hecho tan pesado como pensábamos. Varias películas y alguna que otra cabezadita después, ¡se nos han pasado las 7+7 horas volando!

Una pasada el aeropuerto de Doha con su precioso invernadero, sus salas para rezar, sus zonas de descanso y sus múltiples tiendas de lujo. Eso sí, ninguna tienda de toda la vida para comprar revistas o chicles. Cuestión de prioridades.

Ver amanecer desde el cielo ha sido todo un espectáculo. En 10 minutos hemos cambiado de un huso horario al otro, perdiendo 4 horas de un golpe entre Doha y Bangkok.

Apenas aterrizamos en BKK a las 6:30 a.m. tras 24h de viaje, nos recibe una guía tailandesa de habla hispana particularmente sosa y arisca, que nos lleva al hotel y nos da 40 minutos para ducharnos y cambiarnos de ropa. Salimos pitando para encadenar templo tras templo, comenzando por el Palacio Real y templo de Wat Phra Kaew, a cual más bonito e impresionante, recargados de oro, mosaicos de cristales y espejos que brillan bajo el sol candente.

Los templos están repletos de criaturas mitológicas, mitad humanos mitad animales.

El templo Wat Phra Kaew está inspirado en el poema Ramakien, según el cual el príncipe Rama pidió ayuda a los monos para luchar contra los demonios que habían secuestrado a su amada. De ahí la decoración de diablos, monos y criaturas mitológicas por todo el recinto.

Descálzate y vuélvete a calzar 7 veces, trágate de un tirón la enésima botella de agua mineral que te dan gratis cada 10 min, aguanta los 35 grados con vaqueros...

... lucha contra el sueño en el paseo por lancha motora que nos lleva por los Khlong, los canales de BKK. Con cientos de calles líquidas, la ciudad fue denominada la Venecia del Este. Un paseo espectacular, muy de película, con casas flotando, desde mansiones modernas de lujo hasta casuchas de lo más humilde y zarrapastroso.

Finalmente, último templo tras la pausa de la comida (muy necesaria dado que no habíamos desayunado y llevábamos desde las 10h caminando bajo el sol y agotados), el templo del anochecer o Wat Arun. Vemos al fin al Buda reclinado, que mide 46 metros de largo, siendo el 3o más largo del mundo.

Templo del Anochecer - Wat Arun

BKK tiene el encanto de una ciudad desvencijada en plena jungla, no es tan caótica como nos han pintado y tampoco nos ha parecido excesivo el gentío en los monumentos históricos. Con ganas de ver la ciudad de noche y sin guía, nos damos un merecido respiro en el hotel mientras comienza a llover en la ciudad.

Para terminar, cenamos en un "restaurante", si es que no es la casa de unos locales que imprimieron un menú, donde la comida estuvo riquísima y la dueña muy acogedora. Empezamos a pensar que quizás no todos los tailandeses sean ariscos, pero seguimos con dudas.

Última parada antes del sobre, puesta de sol y cócteles en el ático de nuestro hotel. Una pasada de vistas y la mejor manera de terminar la intensa jornada.

Hoy toca madrugar para irnos a las afueras de BKK. Menos mal que nos da tiempo a engullir un desayuno de lujo antes de partir. Aparentemente, los tailandeses desayunan, comen y cenan prácticamente siempre lo mismo: arroz con carne o pescado. Guille opta, pues, por un desayuno local para 5 personas con revuelto de cerdo, brochetas de cerdo agridulce, pollo frito, bolitas de cerdo, tiras de cerdo frito, todo ello acompañado de arroz. Yo, con apetito de persona normal, me ciño al desayuno estándar occidental.

La primera parada se encuentra a 1h de la capital, en una ciudad llamada Maeklong, conocida por su mercadillo en las mismísimas vías del tren, que tienen que desalojar a su paso. No solo es llamativa la agilidad y rapidez con la que recogen sus puestos cuando pasa el tren, sino que también sorprenden los olores y la imagen de señoras destripando el pescado sin pestañear.

Segunda parada: dirección el mercadillo flotante. Nos subimos de nuevo a la furgoneta, donde nos reparten agua fría y toallitas húmedas (verdadero punto fuerte de este viaje), esta vez camino al muelle de las lanchas que nos dan otro magnífico paseo entre los canales de la Tailandia rural, con una vegetación mucho mas frondosa que la de ayer.

¿Lo ves o no lo ves? 🦎

Llegamos al mercadillo flotante de Damnoen Saduak. Lémures, ardillas voladoras, pitones para hacerse fotos con los turistas (Guille intenta huir de un señor que le persigue con la serpiente en brazos). A diferencia del mercadillo en las vías del tren, donde los locales sí van a comprar pescado, carne y fruta, el mercadillo flotante está claramente destinado para los turistas. Eso no quita que sea una instantánea preciosa de una práctica que estuvo muy extendida en Tailandia, además de una clase magistral de regateo, nuestro nuevo hobby favorito. Tras probar un exquisito plátano frito, una cervecita Chang al borde del río, y con algún que otro souvenir en la mochila, son las 11h y ya estamos de vuelta para el hotel.

Para comer ya en BKK, decidimos ir a descubrir el barrio chino. Resulta que Tailandia es el país que acoge a la mayor diáspora china del mundo, y eso ya desde el siglo XII, lo cual explica la influencia china en la arquitectura de algunos de los templos que vimos ayer.

Entre montañas de artículos diversos dignos de un "Todo a Cien" español (o de una persona con síndrome de Diógenes), se encuentran familias cocinando en la calle, como si cada casa abriera sus puertas para los viandantes.

Para recuperarnos del bochorno de la ciudad, subimos a la piscina infinity del hotel, con unas vistas espectaculares. Una siesta más tarde, nos vamos hacia el mercadillo nocturno de BKK con la intención de cenar. Algo decepcionados (no es más que una calle con puestecitos de artículos de imitación y bares de espectáculos sexuales), volvemos de camino al hotel hasta que nos pilla una tormenta tropical intensa.

Nos acabamos refugiando en un puesto callejero, rehuyendo de los restaurantes para turistas. Hay que decir que apenas estamos viendo a occidentales en los dos días que llevamos aquí. Prácticamente todos los turistas son asiáticos y hemos descubierto una aplicación de traducción simultánea que nos está salvando la vida para evitar que Guille acabe en el hospital por comer marisco (minucias, pero en fin, sería fastidioso).

Mañana toca día libre, esperemos que sin demasiada lluvia.

Hoy toca día libre por nuestra cuenta, sin visitas guiadas programadas ni nada que hacer más que improvisar. Decidimos dedicar el día a descubrir otros barrios de BKK, para hacernos una idea más clara de la ciudad.

Comenzamos por el parque Lumphini, que da nombre a uno de los barrios más selectos de Bangkok. Aparentemente, debe su nombre a Lumbini, lugar de nacimiento de Buda en Nepal y uno de los principales lugares de peregrinaje budista.

Encantados de volver a cruzarnos con los varanos acuáticos, los segundos más grandes del mundo tras el dragón de Komodo. Nos enteramos ahora de que en inglés se llaman "water monitor" y que la advertencia de la señal no era una mala traducción tailandesa de "aspersor".

Es curioso ver que, en este barrio, es cuestión de cruzar la calle para pasar de una mansión privada con Ferrari a la típica casa caótica que hemos visto en cada esquina de BKK. Incluso con su aspecto descuidado, la calle tiene un encanto especial por las casitas de estilo colonial y el ambiente juvenil en los múltiples stands de comida callejera que se suceden a lo largo de la inexistente acera.

Un poco más arriba, en el mismo barrio, llegamos a la zona de los expats, donde ya no se ven casas de locales sino grandes edificios modernos y colegios internacionales. Se nota también en la gente del barrio, donde se escucha mucho más inglés que en todo lo que llevamos de visita. También se nota en el precio muy occidental del batido y del zumo que nos pedimos para no desfallecer...

Desembocamos en la calle Pholenchit, una arteria enorme a lo largo de la cual circula el metro por un paso elevado. Las múltiples torres de oficinas modernas, el tráfico incesante y ruidoso, los numerosos pasos a nivel y la vegetación anárquica que se abre paso entre el hormigón le dan a esta avenida un aspecto posapocalíptico. Aprendemos a cruzar por los pasos de peatones, un deporte de riesgo con cierto código de honor, pues los coches y las motos se evitan entre sí con agilidad sin pitar ni una sola vez y tienen a bien no atropellarnos. Un puntazo de gente.

Terminamos entrando en uno de los diversos centros comerciales de la zona, el Central Embassy, una preciosidad repleta de tiendas de lujo que nos permite huir brevemente del calor de la calle. Eso sí, si nos habíamos acostumbrado ya a los precios bajos de Tailandia, aquí, claramente, estamos fuera de juego.

La siguiente parada es la casa de Jim Thompson, un arquitecto americano que acabó en Tailandia durante la II Guerra Mundial, construyó una preciosa casa de estilo tailandés donde aunar sus colecciones de arte del Sudeste asiático, y fundó la Compañía Tailandesa de la Seda, levantando todo un emporio de un sector hasta entonces de capa caída en este país. En 1967 despareció misteriosamente mientras se encontraba de vacaciones en Malasia (ojo, yo veo peli de Hollywood taquillera).

La propiedad de Jim Thompson se compone de 6 casas antiguas de estilo tailandés que recuperó de distintas provincias del país y situó en una parcela al lado del río para poder acceder con facilidad a la comunidad local de tejedores de seda.

Entre las piezas de coleccionismo de Jim Thompson se encuentra esta caja para ratones que se utilizaba como entretenimiento. Ríanse de la televisión y los smartphones, mañana saca Apple su versión y arrasa.

Con su experiencia como diseñador de trajes para ballet y sus contactos, logró que sus tejidos fueran utilizados por las mejores marcas internacionales de ropa de la época, como Balmain o Rochas.

Finalmente, el cansancio nos pudo y decidimos regresar al hotel para descansar en la piscina. En el camino de vuelta, nos cruzamos con un simpático tailandés mayor que hablaba un inglés envidiable y nos dio consejos sobre cuánto regatear en un tuk-tuk y dónde comprar la seda y las piedras preciosas a mejor precio. Resulta que al haber sido el cumpleaños de la reina el pasado 3 de junio (¡!) se hacen descuentos excepcionales y se exime del IVA en las tiendas de exportación del gobierno durante una semana. Hay que decírselo a Felipe VI.

Tras un aterrador trayecto en tuk-tuk (el primero desde que llegamos), terminamos nuestra última noche en BKK cenando cerca del hotel en un restaurante muy cuidado y variado (nos hemos salido de nuestros habituales stands de comida callejeros y se aprecia que cumplan con las normas sanitarias).

Claramente, BKK merece más visitas. La vida de sus calles, su oferta cultural y gastronómica y la seguridad compensan el desorden y el hacinamiento de sus casas. Ojalá algún día nos toque como destino...

Hoy tocaba madrugón a las 4h30 de la mañana para salir en avión hacia Chiang Rai, una región en el norte de Tailandia. Un lujazo que nos venga a buscar un guía de habla hispana solo para acompañarnos al aeropuerto y que el hotel nos diera cajitas de desayuno.

Tras 1h30 de vuelo, llegamos al aeropuerto de Chiang Rai, donde nos recoge un guía encantador, al que claramente se le pegó la simpatía andaluza cuando fue a Sevilla a estudiar español. Empezamos a pensar que nuestra guía del primer día, a quien llamaremos cariñosamente Agaporni, era particularmente sosa y decidimos liberar al resto de tailandeses de este prejuicio.

Primera parada: el triángulo de oro. Es el punto donde se unen las fronteras de Tailandia, Birmania y Laos en el delta del río Mekong. Nos encontramos en Chiang Saen, la ciudad más antigua de Tailandia, fundada en el siglo XIII. Responsable del 80% del cultivo de opio hasta el siglo XX, su denominación hace alusión al intercambio de opio ("oro negro") por oro "amarillo".

Templete con su Buda de rigor, casitas de los espíritus, altar para el rezo de los monjes, piña miniatura pinchada en un palo, momento gong... No hay ni un alma, y menos turística, lo cual nos hace disfrutar todavía más de esta excursión.

Siguiente parada: el museo del opio. Supuestamente pensado para concienciar sobre los peligros de este cultivo ya ilegal en Tailandia, da instrucciones muy precisas sobre cómo cultivar y fumar opio, con recreaciones bastante realistas. Aunque Tailandia cuenta con leyes muy duras relacionadas con el tráfico de opio, esta región sigue siendo, después de Afganistán, el segundo mayor productor de drogas sintéticas derivadas de esta planta, principalmente por Birmania.

Aprendemos que, una vez el capullo maduro y la flor caída, se hacen incisiones en el bulbo para sacar la savia del latex. Tras unas horas, el líquido blanco ennegrece y se convierte en narcótico.

Por otro lado, aparentemente, la mejor manera de fumar opio es tumbado, debido al sopor que te entra después. Para que la gente no quedara sumida en la inconsciencia demasiado tiempo, se usaban cojines de piedra y mármol, porque un cojín de plumas sería demasiado cómodo y, claro, pues no... Está to pensao.

Acto seguido, nos dirigimos hacia el muelle para coger una lancha rápida y dar un paseo por el río Mekong. Una experiencia muy divertida y bastante impresionante. A pesar de la fuerte corriente y la presencia de cataratas por el lado de Laos, sigue siendo una de las principales rutas de comercio entre China y el Sudeste asiático. Este último dato sorprende, ya que no vemos apenas barcos navegando.

Pausa para comer en un restaurante muy bien elegido por la agencia y el guía. Con mucho encanto, estaba repleto de gente local, uno de nuestros principales criterios para escoger restaurante últimamente. No suele defraudar.

Última parada de hoy: el templo azul, Wat Ruong Sea Ten. Se trata en realidad de una construcción moderna en el emplazamiento de un antiguo templo. No tiene la finura de los templos clásicos y, si uno se fija en los detalles, es bastante hortera (la madre y la mujer de Buda retratadas en los cuadros parecen bimbos y hay calaveras por todo el exterior), pero como es el único templo budista azul que existe...

Al fin llegamos al hotel, un resort espectacular con villas rodeadas de laguitos y una piscina al borde del río Kok, que desemboca en el Mekong. Hemos tenido derecho a las toallas con forma de cisnes encima de la cama, unas vistas inmejorables y la "happy hour" en la piscina. ¡Ojalá así siempre! Única pega (si nos ponemos quisquillosos), hay otra pareja de españoles y hablan sorprendentemente alto...

Finalizamos el día con un paseo por Chiang Rai hasta el mercado nocturno. Para ser una ciudad de campo, nos sorprende el nivel de vida que aparenta tener la gente aquí en comparación con BKK: casas mucho más lujosas, ya no se ve chatarra ni objetos hacinados alrededor de las casas, todo muy limpio y ordenado, una oferta culinaria muy moderna y muchos menos puestos callejeros, hasta más gente joven en la calle y mejor estilo vestimentario.

El mercado nocturno ha superado todas nuestras expectativas. Un ambiente joven, similar a los mercados de San Miguel o San Antón en Madrid, puestecitos de comida Thai, música en directo e incluso espectáculo de baile tailandés. Optamos por carne asada que hacíamos nosotros mismos en una cacerola con sopa, riquísimo. Particularmente reseñable el momento en el que Guille, como siempre, se envalentona con el picante y procura que no se le note!

En definitiva, un día de 10. Descubrir las costumbres locales y la historia de Tailandia está siendo todo lo que esperábamos, o incluso más. Ahora toca prepararse para evitar picaduras de mosquito por la noche, con mosquitera incluida. Con tanto repelente anti mosquitos, ríanse los fumadores de opio...

Hoy tocaba dejar el espectacular hotel de Chiang Rai para dirigirnos a Chiang Mai, un poco más abajo de las montañas, haciendo varias paradas por el camino (os alegrará saber que no me picó ningún mosquito anoche).

Como ya habíamos visitado el templo azul ayer, la primera parada fue el templo blanco, Wat Rong Khun. Al igual que el templo azul, se trata de una construcción contemporánea de apenas 20 años. Imponente por fuera, destaca igualmente por sus inusitadas esculturas que hacen referencia a la cultura pop, de Iron Man a Predator, pasando por Pokémon y Doraimon. Curiosamente, pocas referencias a Buda, más allá de su escultura en el centro del templo.

Probablemente no se aprecie mi cara de cabreo después de que me hicieran alquilar una pashmina para cubrir mis hombros ya cubiertos por mangas cortas, algo que, según los múltiples carteles, estaba permitido. El respeto se manifiesta de formas bien distintas aquí: pueden dejar pasar a personas en pantalón corto a pesar de señalar que está prohibido y habrá iconografía violenta y ofensiva en el templo, pero mis mangas no gustan...

Continuamos el trayecto con 2h30 de ruta en coche hasta Chiang Mai, con una parada técnica en un bar de cafetería llamado "Cabbages and Condoms". No, no es una fábrica de condones ni hay una razón particular por la que el recinto esté repleto de carteles con dibujos de preservativos sonrientes. Según nuestro guía, se trata de una campaña del Estado para reducir la natalidad hace ya dos décadas, algo que quizás deban revisar en la actualidad, teniendo en cuenta el envejecimiento de la población de Tailandia.

Parada para comer en otro sitio extraño: un "steak house" de influencia australiana en medio de un parque de atracciones infantil un poco turbio, como si sus instalaciones llevaran treinta años cerradas. No sabemos bien por qué nos trajeron a este sitio, pero nos ha servido de estudio sociológico sobre los gustos de los tailandeses.

Aquí Guille haciendo amigos con los cerditos

Última parada en el templo Wat Doi Suthep, en plena montaña, ya a 20 min de Chiang Mai. Tomamos el funicular para alcanzar la cima y nos recibe un templo un poco más clásico de lo que venimos viendo estos últimos dos días, sin ser tan bonito como los de Bangkok.

Guille se hace bendecir por el monje para darle suerte. Cuando ha llegado mi turno, me he vuelto a llevar un corte cuando me dicen que a mí no me puede tocar el monje por ser mujer. Como dice Guille, para que me bendigan Pikatchu y Iron Man no merece la pena quitarse tanto los zapatos...

Por último, nos explican que cada persona tiene su propio Buda en función del día de la semana en que nació. En mi caso, me toca el Buda reclinado, lo cual tiene sentido por lo mucho que me gusta estar tumbada. A Guille le toca el Buda meditativo, lo cual nadie entiende.

Por fin llegamos a nuestro hotel en Chiang Mai, todavía más espectacular que el de ayer, si cabe. Un recibimiento de auténtico lujo, con florecitas encima de la cama e incluso tarta de bienvenida. Nos podríamos acostumbrar, la vuelta va a ser durilla...

Una vez recuperado fuerzas, salimos al centro histórico de Chiang Mai, donde templos clásicos han sido rodeados por bares y cafés de lo más hipster. A pesar de estar mucho más dirigido a los turistas que otras zonas que hemos descubierto estos días, en este caso son mochileros alternativos, lo cual le da un toque encantador al barrio.

Aquí vemos un mercadillo nocturno que bordea un canal más seco que el Manzanares.

Esta es la primera vez que nos sirven una comida Thai riquísima con una buena presentacion y en un entorno impoluto. Hemos entrado con cierta desconfianza al no ver nuestras ya habituales sillas de playa y manteles de plástico pegajoso, pero ¡no nos ha defraudado!

Terminamos la velada con el pastelito de bienvenida que nos ha regalado el hotel. Un punto adorable al que se han sumado luego una postal y un neceser de regalo. Estamos que no nos lo creemos.

Hoy ha sido un día lleno de emociones, la experiencia más única que hemos tenido jamás. Aunque el despertar fuera un poco durillo por el madrugón, volveríamos a hacerlo cien veces.

A unos 40 min de Chiang Mai, llegamos a la granja de elefantes de Patara, una asociación sin ánimo de lucro de la tribu Karen, que se dedica al cuidado de unos 85 elefantes en libertad en las montañas. Apenas bajados de las furgonetas los varios grupos de turistas que éramos, nos recibe una familia de elefantes con padre, madre, hija, hermana...

La primera impresión es increíble, son imponentes, tranquilos, lentos.... Sus pelos son como agujas, su piel es recia como una armadura de cuero, y su cola tiene una forma rarísima, con pelos duros como las cerdas de una escoba.

El mini kiwi este era todo un juguetón que no paraba de embestirnos a todos. La tenía tomada con una turista americano-tailandesa a quien no paraba de vacilar.

Tras dejarnos jugar y familiarizarnos con ellos, los responsables de la granja nos dieron una breve clase sobre lo que hace la asociación y cómo cuidan a los elefantes. A lo largo de la mañana nos dedicaremos a hacer prácticamente lo mismo que hacen ellos cada día, cada pareja con nuestro elefante.

Aparentemente, solo esta tribu tiene permitido cuidar de elefantes, supuestamente por un tema de conexión espiritual y del lenguaje especial con el que se comunican. Clase de elefante nivel A1: "Ma" para venir, "hao" para parar, "didi" para decirles que lo han hecho bien. Nos enseñan datos diversos para reconocer si un elefante está sano o no: las lágrimas (que tienen todos por ausencia de lagrimal, pero según la longitud puede o no ser una infección), las pezuñas (que liman caminando y en caso de estar en cautividad pueden crecer mal y provocar malformaciones), el lavado y la piel (fundamentales para su salud mental y reproductiva).

Una vez cambiados a nuestra ropa de cuidadores de elefantes por un día, nos enseñan a darles de comer y bañarlos. Estos bichos no se sacian nunca y la nuestra era tan lista que se iba a robarle la comida al vecino.

Por fin, nos enseñan a montarlos. Esa última es la parte más difícil e impresionante. A más de 2 metros de altura, sin más agarre que las orejas para mí y una cuerda para Guille, cualquier movimiento del elefante es sobrecogedor. Obviamente, frente a la forma de montar de los locales, que caminan sobre la trompa como funambulistas en chanclas, nosotros hemos preferido que se tumbara nuestra amiga para subirnos apoyándonos sobre sus patas.

Comienza un paseo de 45 min hasta la cascada. Las bajadas son vertiginosas y nuestra elefanta tenía la manía de caminar particularmente al borde de la ladera. Cada vez que giraba la cabeza, temía que decidiera bajar por un camino no trazado. Además, era un poco showgirl y cada vez que la adelantaban aprovechando sus despistes para comer hojas, la muy envidiosa aceleraba el paso y daba culetazos para volver al frente.

Aunque tuviéramos las piernas doloridas por la postura, al final parecíamos verdaderos maharajás, como si lo hubiésemos hecho toda la vida.

Tras comer un picnic típico tailandés (la cestita de mimbre y mantel de cuadros se sustituyen por hojas de platanero) y charlar con nuestros simpáticos compañeros de grupo a lo alto de una cabaña colgante sobre la cascada, pasamos a la hora del baño. Si antes nos habían enseñado a lavarlos por encima con una manguera, este es un baño mucho más minucioso, con cepillo para frotar concienzudamente.

Claramente, no habíamos caído en llevar ropa de recambio, pero la ilusión del momento hizo que nos diera completamente igual estar empapados de agua que no estaba sucia solo por el barro.

Ya de vuelta al hotel, toca siesta en la piscina y salir a cenar al centro de la ciudad. Antes, pequeña parada para un masaje tailandés, en el que acabas dándote cuenta de la fuerza que tiene esta gente y que bien podrían matarte con los pulgares mientras te masajean la nuca. Eso sí, me han crujido hasta los dedos pequeños de los pies, y todo eso por menos de 10€. Gustazo.

Vuelta a nuestros puestecitos callejeros cutres, pero esta vez con un nivel culinario excepcional, y es que también era escuela de cocina Thai. Guille opta por un plato de noodles con verduras y yo me aventuro a probar un curry de pollo y noodles fritos, Kaoh Soi, que resulta estar exquisito. Me entero más adelante de que fue votada la mejor sopa del mundo en 2022, y se nota.

Cerramos la jornada bien completa con un paseo por el centro, donde descubrimos que hay multitud de templos clásicos que merecen ser vistos con detenimiento a la luz del día, a pesar de estar algo anestesiados ya ante los templos budistas. Mañana más.

Hoy hemos amanecido con bastantes agujetas; se ve que montar en elefante es más físico de lo que uno se piensa. Menos mal que la excursión de hoy no requerirá caminar demasiado, ya que iremos por el campo de Chiang Mai en tuk-tuk.

El guía de hoy es un tailandés bonachón, típico Buda feliz y risueño. Aprendemos a conducir el tuk-tuk antes de ponernos en marcha para descubrir los templos y comunidades de las montañas. El puntazo ha sido enterarnos de que el guía es un antiguo monje, que nos ha podido explicar con pelos y señales un montón de curiosidades sobre el budismo.

Entre arrozal y arrozal, que los campesinos inundan ya de agua para su cultivo la semana que viene, descubrimos que existen dos tipos de monjes en Tailandia, distinguibles por el color de su túnica: naranja para los de ciudad y marrón para los de montaña. Según nuestro amigo, los de ciudad se han corrompido más que los de montaña.

La construcción de templos se ha convertido en todo un negocio en el que participan los propios monjes, construyéndose multitud de ellos sin orden ni concierto para darse más prestigio... y llenarse los bolsillos.

Sorprende ver que en las propias paredes de los templos aparecen escritos los nombres de donantes y cantidades donadas para su construcción. Aquí el anonimato no se estila y se ha convertido en todo un juego de influencias.

Pasamos por delante de varios pueblos y templos de montaña aún en construcción, nos cruzamos con campesinos y bueyes a partes iguales, y descubrimos que el budismo tiene mucho más de superstición que de religión ordenada y jerarquizada. Sí existen los jefes de templos y hay una clara jerarquía entre alumno y maestro, pero las \240formas de creencia son flexibles, permitiendo que cada individuo rece, medite y haga ofrendas más o menos cómo y cuándo le plazca.

Por ejemplo, las casas de los espíritus sirven para dar protección a la tierra que ocupan los hombres, pero también algunas son utilizadas como llamada a la fertilidad, al éxito pecuniario, para redimirse de sus pecados, etc. Alrededor de las casitas y monumentos, vemos cantidad de botellines de agua y fanta. Ellos lo llaman ofrenda, nosotros lo llamaríamos basura...

También nos explica que para proteger al bosque de la tala de árboles, se les coloca una cinta de la túnica de los monjes, de tal manera que quedan bendecidos y quienquiera los acabe talando no alcanzará nunca el Nirvana.

Llegamos al fin a la catarata, donde desplegamos los tuppers asiáticos repletos de curry, arroz y pollo, que el guía encargó para nosotros. Un gustazo no cruzar prácticamente a nadie y tener ese remanso de paz para nosotros solos.

Continuamos hacia el templo del Buda gigante ("otro más", pensamos). A la subida nos pilla una tormenta tropical, por lo que nos disfrazamos de turistas catetos con nuestros parkas amarillos y paraguas de colores.

Parece que todos los templos tienen un "Buda gigante" y a estas alturas no pensábamos que nos fueran a impresionar demasiado. Llegamos a la altura de una escultura dorada bastante grande y nos preparamos para exclamar el "Oh qué impresionante" turístico reglamentario, cuando nuestro guía estalla en una carcajada sonora y nos dice que aún no hemos visto nada...

Pasamos por las cuevas de las mil caras. Le da al bosque un toque muy espiritual, si no fuera porque no tienen más historia que que fueron esculpidas por el monje que hoy vive en el templo. Muy artístico él.

Finalmente, llegamos a los hombros de un Buda colgado de la falda de la montaña. Desde luego que es el más grande que hemos visto hasta la fecha. Llevan diez años construyéndolo, subiendo ladrillos y bloques de cemento por una sencilla polea de cuerda y madera.

Bastante vertiginoso posarse en las manos de semejante mastodonte, en pendiente y con lluvia. En su interior, vuelve a ser de esos templos modernos que procuran acercar el budismo a las nuevas generaciones. Se ve que la reputación de los monjes ha bajado y cada vez acuden menos jóvenes a los cánticos en los templos. \240

Ha salido el sol y nos encaminamos hacia el templo de los Cuatro Budas. De paso, hacemos una pequeña parada técnica para merendar maíz dulce y vemos a un grupo de jóvenes de un campamento de rehabilitación hacer flexiones a la entrada de un templo. Se ve que aquí es el ejército quien lleva este tipo de programas contra la adicción y el tráfico de drogas, para evitar que acaben en la cárcel.

Llegamos a nuestra última parada del día, el templo de los Cuatro Budas. Encantados de verlos, pero algo agotados ya, nos subimos al tuk-tuk de vuelta al hotel para cerrar el día con un último chapuzón en la piscina.

Un día muy completo, en el que hemos aprendido mucho sobre los propios tailandeses, la vida en el campo y sobre el budismo hoy en día. Sin duda de las excursiones más enriquecedoras junto con los elefantes de ayer.

Hoy toca despedirse de las montañas de Chiang Mai para descubrir las montañas flotantes en el mar de Andamán.

Comenzamos por un vuelo de 2h hacia Phuket, desde donde nos recogen para llevarnos a la marina y esperar al barco que nos trasladará a nuestro hotel. La primera impresión es que las casas de esta zona son mejores que las de Bangkok o las del norte, pues hasta las más humildes son de hormigón en lugar de madera enclenque.

Tenemos un poco de tiempo para comer en el restaurante de la marina, donde nos atiende Ant, una camarera tailandesa adorable y simpatiquísima que nos ameniza bastante el almuerzo y que estaba encantada recibiendo clases de Guille sobre cómo servir cerveza para que tuviera espuma. Además, probamos de los mejores platos tailandeses: yo, arroz frito con piña y gambas con una presentación preciosa; Guille, cerdo crujiente con arroz y chile picante, que logró terminar con la boca en llamas al grito de "¡¿Qué somos, leones o huevones?!" (ver "La Que Se Avecina").

Después de comer, nos montamos en una lancha con otras 2 parejas con destino a la isla de Koh Yao Noi, una joya escondida a apenas 45 min de Phuket, en la provincia de Krabi, y el secreto a voces mejor guardado que no queremos desvelar a nadie para que no se masifique.

La llegada al embarcadero del resort ha sido digna de la serie "The White Lotus", con varios encargados de hotel esperándonos con sus cochecitos de golf. Nos alejamos poco a poco de las preciosas casitas en los árboles que veíamos desde la orilla y pasamos por delante de un terreno en obras y una humareda de algún incendio cercano... todo eso me hizo temer que nos tocara el único rincón ruidoso en el mismísimo paraíso.

Lejos de eso, nos instalamos en un bungalow de aspecto modesto por fuera, pero increíbles vistas y cuidada decoración en el interior. Un verdadero trocito de paraíso con nuestro propio jacuzzi infinity colgando por encima de plataneros. No podían faltar los detalles adorables del servicio del hotel: cisnes encima de la cama y Prosecco de regalo. Increíble la hospitalidad de los tailandeses.

Tras relajarnos y empaparnos bien de esta maravilla, toca cenar con los pies metidos en la arena de la playa privada del hotel, guitarrista amenizando la velada incluido... El éxito del arroz con piña de mediodía hizo que repitiéramos, esta vez sin gambas por evitar tener el dudoso honor de conocer el hospital local.

Las vistas de ensueño nos transportan a un lugar mejor, una vida más amable donde la gente es sencilla y sonriente, donde podemos ver el mar todos los días y escuchar el canto de los tucanes desde lo alto de nuestra burbuja de felicidad..

Volvemos a la habitación paseando por la orilla del mar, con cuidado de no pisar los múltiples cangrejos que salen disparados de la sombra. Último chapuzón bajo el cielo estrellado y cerramos este día sintiéndonos los más afortunados del mundo.

Comienza el día muy temprano con el amanecer más bonito que hayamos visto. Desvelarnos a las 05:30 ha merecido mil veces la pena...

Tras varias horas de lectura y baño en el jacuzzi, son apenas las 08:30 y ya estamos yendo a desayunar en la playa. Dudamos bastante entre ir en barco a una isla cercana o recorrer la nuestra en moto alquilada. La idea de encontrarnos entre una veintena de turistas que desembarcan por dos horas para hacerse las mismas fotos como borricos nos resultó de todo menos atractivo, así que optamos por la segunda opción.

Cuando vamos a informarnos sobre el transporte hacia la ciudad principal de la isla, a unos 9km al sur, resulta que la lanzadera sale en 5 min. Los encantadores encargados del hotel nos llevan en cochecito de golf a la habitación a toda velocidad para recoger la mochila y llegar a tiempo. No dejan de sorprendernos con tanta hospitalidad.

Tras recorrernos la isla de norte a sur en unos 20 min en 4x4, ya nos damos cuenta de que el tercio norte donde se encuentra nuestro hotel es mucho más inaccesible que el resto de la isla, donde una carretera circular bordea la costa, conectando el oeste (poblado por los locales) y el este (donde se encuentra la mayoría de playas).

La primera playa al sureste, Pasai, es supuestamente la más popular, con sus chiringuitos y de muy fácil acceso. Claro que a las 10h de la mañana, no hay ni un alma y todavía no nos creemos la suerte que tenemos de poder disfrutar de semejante playa para nosotros solos.

Continuamos subiendo la costa este y la segunda playa nos acoge también completamente desierta. La playa de Klong Jang es poco profunda y muy rocosa, algo que es común en prácticamente todas ellas, por lo que nuestros escarpines resultan ser un verdadero salvavidas.

Tras alejarnos un poco del área de los poblados del sur, llegamos a la playa de Tha Khao, desde donde se tiene la mejor vista de los islotes rocosos que flanquean Koh Yao Noi. La marea es baja y podemos incluso caminar por el banco de arena que conduce hasta uno de los islotes más cercanos.

Nos divertimos con los cangrejos de apenas 2 cm que se esconden a toda velocidad (mucho más rápidos que los de Cádiz, según nuestro experto). Algunos tienen pinzas de robocop y descubrimos que hacen agujeritos perfectos para sumergirse en la arena y bolitas de una precisión inmejorable que dibujan formas geométricas en el suelo.

Llegamos a la última playa que visitaremos en el este, que se sitúa ya al límite de la carretera antes de adentrarse en los escarpados caminos del norte. El paisaje es todavía más frondoso y virgen, no nos encontramos con absolutamente nadie por todo el camino y la playa, de nuevo, está a nuestra entera y única disposición. Decidimos montar el chiringuito ahí para leer un rato, lo cual será nuestra perdición y terminará quemando nuestros blanquecinos cuerpos de guiri.

Decidimos atravesar la isla de este a oeste para descubrir algunos poblados locales. Entre arrozales y plantaciones de caucho, nos topamos con un restaurante muy coqueto literalmente en medio de la nada. Idílico, si no fuera porque el único campesino a la vista decidió arar justo la parcela de al lado con su máquina.

Proseguimos nuestro camino, con cuidado de no atropellar a varanos, gallos y monos, de no comernos las ramas de los árboles aún por podar, y de no embarrar la moto en los caminos de tierra surcados de charcos.

Pasamos por un pueblo de pescadores, con sus casas construidas sobre endebles pilastras entre los manglares. La imagen es algo desoladora, viendo la hilera de chabolas casi derruidas en las que vive todavía la gente local.

Última parada antes de devolver la moto y coger la lanzadera de vuelta al hotel: una playa escondida en la punta más al sur de la isla. Aunque el resort que se encuentra justo a su lado ofrece una imagen lujosa, el acceso a la playa desde el caminito tortuoso produce cierta sorpresa, pues está repleto de botellas de plástico y basura. Aquí ya no pueden escudarse en las ofrendas... Las vistas desde la playa, sin embargo, son bastante bonitas.

Ya de vuelta al resort, probamos la última playa en nuestra lista, que dicen es de las más exclusivas y bonitas de toda la isla: la del propio hotel. Las vistas, que ya conocemos por nuestra habitación, son inmejorables. Sin embargo, nos recibe un agua caldosa que nos invita a refrescarnos en el jacuzzi.

Termina nuestro último día en este paraíso, donde el personal viene incluso a prepararnos la habitación para blindarla contra los mosquitos (vela con citronella y mosquitera bajada). Yo se lo agradezco, pero el daño ya está hecho desde Chiang Mai, cuando me acribillaron esos malditos demonios.

Terminamos nuestros 10 días en Tailandia brindando por este maravilloso viaje que nos está dando todavía más ganas de aventurarnos juntos por este mundo. Ahora, ¡a por Bali!

Nos despedimos hoy de nuestra preciosa isla en la bahía de Phang Nga, con sus amaneceres de cuento, su desayuno en la arena y su majestuosa montaña.

Tras un corto vuelo de 1h30, estamos en Kuala Lumpur, con 1h más de diferencia y apenas 20 minutos para comer. Ya comenzamos a notar diferencias culturales entre países: mucho más secos que los tailandeses (quizás los salarios más altos tengan algo que ver, según nos dice Chat GPT) y una lógica absurda de poner el control de equipaje en la puerta de embarque, una vez pasadas las tiendas, prohibiendo llevar botellas de agua en un país donde el agua del grifo no es potable.

Tocan ahora 3h de vuelo lleno de occidentales sin modales, que se nos hacen un poco cuesta arriba. El anochecer, no obstante, no tiene desperdicio.

Llegada a Bali algo estresante, con múltiples colas para la compra del visado, el control de pasaporte y el control de aduanas. Tras más de media hora viendo cómo unos 30 funcionarios indonesios charlan ociosos mientras sus ocho compañeros atienden a las hordas de turistas, logramos recuperar la maleta y salir pitando. El aeropuerto es bonito y retoma la misma costumbre que los anteriores de tener plantas en su interior.

Nos espera con los brazos abiertos un indonesio de unos 50 años (Guille y yo no nos ponemos de acuerdo, el sol hace envejecer muy mal...), sonriente y vestido con ropa local. Empieza ahora el gran choque cultural. Claramente, la forma de conducción es tan reveladora de una cultura como el idioma que hablan. Mientras en Tailandia parecía existir un código de seguridad vial aproximativo pero tácitamente aceptado por todos, haciendo que los vehículos se apartasen y cediesen el paso sin necesidad de pitar, aquí la gente se esquiva de milagro y pitan sin parar en plena anarquía donde parece dominar la ley del más fuerte.

Llegamos al hotel sanos y salvos y la acogida no puede ser más adorable: igual que en los demás hoteles, cisnes y mensaje de bienvenida, galletas y notita escrita a mano felicitándonos por la boda.

Con algo de mono de comida occidental tras 10 días de arroz, Guille se aventura a buscar algo en los puestos callejeros cercanos. La hamburguesa no falla en una zona claramente turística, donde notamos ya la predominancia occidental buscando fiesta, algo que esperamos no encontrarnos demasiado en lo que queda de viaje...

Comenzamos nuestra andadura balinesa temprano bordeando la costa oeste hacia el norte. Salir de Canggu, la ciudad de paso en la que dormimos anoche, ha sido todo un espectáculo: no solo por la conducción temeraria de los locales a la que aún nos cuesta acostumbrarnos, sino por la multitud de templos esparcidos entre las calles.

Nuestro guía nos explica que cada casa tiene como mínimo tres templetes en su jardín para rezar a las tres manifestaciones de Dios: Brahma (el creador), Vishnu (el protector) y Shiva (el destructor). No es de extrañar, pues, que Bali se conozca como "la isla de los mil templos". A pesar de basarse en el hinduismo de la India, tras la independencia de Indonesia, el gobierno solo reconoció como oficiales las religiones monoteístas, de ahí que el hinduismo balinés se adaptara a través de una Santísima Trinidad revisitada.

Llegamos a Tanha Lot, uno de los siete templos dedicados a la diosa del mar, formando una cadena a lo largo de la costa. Se dice que está protegido por serpientes venenosas, lo cual aúna el simbolismo hindú a la mitología balinesa.

Cada templo (y cada casa también) está protegido por dos guardianes en su entrada, que suelen ser parejas cuyos gestos se complementan, siguiendo la filosofía balinesa que busca el equilibrio entre el bien y el mal, la pobreza y la riqueza...

El hinduismo de Bali es peculiar en tanto en cuanto tiene influencias del budismo, como son estas pequeñas casas de los espíritus, que ya habíamos encontrado en Tailandia. Estas son, no obstante, mucho más elegantes, construidas en piedra volcánica y rodeadas habitualmente de paños de cuadros cuyos colores tienen un significado propio (rojo: creación; blanco: protección; negro: muerte; amarillo: fertilidad...). Las ofrendas no se hacen en botellines de agua y refrescos, sino en bandejitas de hoja de platanero llenas de galletas y flores. Ni punto de comparación.

Tuvimos la suerte de presenciar una de las ceremonias diarias en el templo, con su sacerdote concentrado en tocar la campana al sonido del "OM" y con los fieles colocándose arroz en la frente con el fin de "pensar con claridad".

Pasadas múltiples terrazas de arrozales (donde Guille decidió teñir de barro sus zapatos), seguimos tomando altura por la montaña a través de las carreteras empinadas y sinuosas de la zona casi virgen de Belimbing. Difícil no marearse mientras esquivamos a coches y motos como si de una persecución se tratase.

Llegamos a uno de los pocos templos budistas que hay en la isla: Vihara Dharma Giri. Nos parece incluso más bonito que los templos budistas de Tailandia y, cómo no, también cuenta con su Buda gigante que se confunde con las nubes...

Finalmente, seguimos el camino hacia el norte a bordo de nuestro Ferrari hasta alcanzar el pequeño pueblo de Munduk, a unos 1.200 metros de altura. No es un pueblo demasiado conocido, ni por los turistas ni por los locales.

La temperatura ha bajado notablemente y el cielo se ha cubierto de un espeso manto de niebla. Comemos en un mirador cuyas vistas son inmejorables; no así su comida, claramente adaptada al visitante occidental.

Después de comer, llegamos a nuestro hotel, rodeado de tierras de cultivo. Una preciosidad enclavada en la frondosa jungla impenetrable, con una piscina que se funde en el horizonte nublado.

Tras disfrutar de un baño templado en la piscina, nos refugiamos en el jacuzzi, donde hacemos migas con otros huéspedes extranjeros. A pesar de nuestra aversión al turista occidental, en Bali está resultando bastante difícil no cruzárselos...

Presenciamos un atardecer único, totalmente distinto a los de Koh Yao Noi, pero espectacular también. La niebla parece haber abierto brevemente camino para dejar entrever al sol poniente.

Reponemos fuerzas y nos vamos a cenar a la luz de las velas y con mantas, pues los pantalones largos y jerséis no son suficientes. Probamos el riquísimo "alark", un licor típico de Bali hecho a base de palmeras.

Terminamos la velada de la mejor manera posible: con una tartita de regalo de parte del hotel y al calor de una hoguera en la que asar nubes de algodón. El silencio se hace casi absoluto, una vez la banda de música balinesa termina de tocar, y tan solo nos acompaña el graznido de las ranas bajo el cielo cubierto de estrellas.

Comenzamos el día con un amanecer difuminado por la niebla, como si de una acuarela se tratara. Tras haber dormido más profundo que cualquier otra noche, engullimos un buen desayuno antes de recoger el campamento e iniciar el descenso hacia Ubud.

Tras más de 10 días desayunando arroz siguiendo las costumbres locales, Guille cede ante el desayuno continental, mientras que yo me lanzo a probar los Lak Lak, pequeñas tortitas balinesas hechas a base de arroz, leche de coco y azúcar de palma. Muy recomendables.

La primera parada son los espectaculares lagos gemelos, Buyan y Tamblingan, que en realidad provienen del mismo lago que se separó en el siglo XIX tras un monumental derrumbamiento de tierra.

Seguimos en pleno centro de la isla hacia el templo Ulun Danu, una verdadera preciosidad enclavada en el lago Bratan. Es de los templos más famosos de Indonesia, que incluso llegó a ser la imagen de los billetes de 50.000 rupias.

A pesar de ser un sitio altamente turístico, tuvimos una suerte increíble al encontrarnos el recinto prácticamente vacío.

Construido en el siglo XVII por un rey balinés, su pagoda de 11 niveles es de las más altas de Bali y está dedicada al dios Shiva. Cuantos más niveles tienen las pagodas, mayor es el estatus del dios al que veneran.

La siguiente parada es un mercado local de alimentación, que nos parece algo cerrado para ser ya las 11:00 un sábado (aprendemos más tarde que aquí abren el mercado a las 4:00 de la mañana y cierran a mediodía). Ya notamos una diferencia con respecto a Tailandia, y es que aquí se nos abalanzan encima con sus agresivas técnicas de negociación y resulta algo incómodo deshacerse de ellos. Pero son muy hospitalarios y amables, y nos ofrecen probar múltiples frutas exóticas: la fruta de la pasión, el mangostán, la fruta serpiente, el rambután... Tras una ardua negociación, Guille sale victorioso con una bolsita de frutas para el día.

Continuamos hacia el sur y paseamos entre campos de arroz durante una horita, viendo cómo recogen la cosecha y preparan la siguiente. Es curioso ver cómo hacen ramos con el arroz y les dan la vuelta para que se sequen.

De paso, terminamos comprando uno de los sombreros típicos de aquí, bastante cómodo, la verdad.

Paramos en un último templo antes de la hora de comer: Luhur Betikalung. Ni un alma, una gozada.

Finalmente, pausa para comer en un restaurante algo menos turístico que el de ayer, aunque es comprensible que por las preciosas vistas sean principalmente extranjeros los que se acerquen. Al menos, respetaron la comida y música local, lo cual agradecimos enormemente. \240

Después de comer, nos dirigimos ya al último templo, haciendo un par de paradas por las comunidades de artistas locales a petición de nuestro guía, que es campesino por la mañana, pintor por la tarde, y guía de pascuas a ramos.

Aparentemente, el arte de la ebanistería es principalmente masculino y las mujeres solamente pueden limpiar y pulir las piezas.

Llegamos al fin al último templo del día: Goa Gajah. Dedicado a Vishnu, es de los pocos templos de Bali en los que tanto budistas como hinduistas vienen a rezar. Tienen zonas de baño separadas para purificarse antes de entrar a rezar.

La cueva del elefante data del siglo XI y conserva una estatua de Vishnu en su interior rodeada de hornacinas para que los fieles se sienten a rezar.

Agotados ya por tanto trayecto en coche, llegamos al hotel deseando probar su piscina y echarnos la siesta.

Pensamos aventurarnos cerca del hotel para descubrir la verdadera vida local una vez caída la noche, pero tras dar rodeos en el campo bajo las estrellas, terminamos en la casilla de salida, justo al lado del hotel. Algo decepcionados por encontrarnos en un restaurante que también ofrecía comida occidental, nos ceñimos a los pocos platos indonesios y, como siempre hasta ahora, no nos arrepentimos. A ver si mañana hay más suerte y descubrimos dónde comen los indonesios de verdad...

Nos despertamos encantados con la mosquitera (a estas alturas, nos estamos haciendo expertos) y con un desayuno muy completo. Las vistas son menos impactantes que las de los últimos amaneceres, pero ducharse en plena naturaleza tiene su aquel...

Hoy toca día intenso de largos trayectos en coche. La primera parada será el Palacio de Tirta Gangga, residencia de los últimos miembros de la familia real de Karangasem, la región más al este de Bali. A dos horas de Ubud, es un precioso recinto ajardinado con fuentes y piscinas recreativas que hoy se han abierto a la hostelería. Lamentablemente, para cuando llegamos ya había bastantes turistas...

Se construyó una vez ya independizada Indonesia en 1945, pero fue completamente arrasado con el resto de la región por la erupción del volcán del Monte Aung en los años 1960s. Se volvió a construir siguiendo los planos originales, homenajeando a la diosa Gangga, que da su nombre al río Ganges en la India.

De camino al Templo Madre Besakih, a 1h30 en coche, nos cruzamos con múltiples cortejos de fieles vestidos con sus mejores galas, encaminados hacia los templos para celebrar la luna nueva.

Pequeña parada para comer en un buffet con vistas espectaculares. Hay que reconocer que, aunque todo en Bali parece destinado al turista, los restaurantes a los que nos están llevando tienen miradores impresionantes.

Llegamos al fin al Templo Madre, una suerte de Vaticano hinduista. La suerte de haber caído en plena luna nueva hace que el recinto esté repleto de fieles más que de turistas. Una imagen impresionante ver a familias enteras reunirse para subir hacia el templo juntos, cargados de cestas de ofrendas que mujeres y hombres portan con gran agilidad sobre la cabeza.

Tras unos 20 minutos de subida empinada, llegamos al primer templo, enmarcado por sus largas cañas de bambú adornadas en honor al volcán del Monte Aung.

Aquello parece una verdadera ciudad de templos dedicados a cada uno de los clanes de Indonesia y a sus dioses. Presenciamos una misa, donde se rocía a los fieles con agua sagrada y se les pegan granitos de arroz en la frente (para pensar bien), en los labios (para hablar bien) y en el cuello (para hacer el bien).

Finalmente, nos dirigimos a las cascadas de Tukad Cepung. Tras una bajada pronunciada, llegamos con los pies empapados (llevarnos los escarpines fue la mejor decisión del día). Cada cueva con su cascada esconde otra como si de muñecas rusas se tratara. El enclave es precioso, pero de nuevo, muchos turistas...

Volvemos por fin al hotel, aunque apenas podemos ducharnos rápidamente para llegar a tiempo a coger la última lanzadera que nos lleva al centro de Ubud. Aunque un poco aplatanados tras tanto trayecto en coche, no queríamos perder la oportunidad de ver la ciudad en nuestra última noche aquí.

El bullicio de la ciudad anima mucho, pero es una pena ver que todo ha sido secuestrado por el turismo. A la hora de buscar restaurantes típicos de locales, comprendemos que realmente no tienen costumbre de salir a cenar, a diferencia de lo que vimos en Tailandia.

Tras una de las mejores cenas desde que llegamos a Bali (mi plato ganó por goleada: pescado macerado en especias), volvemos al hotel para cerrar maletas y acostarnos temprano, listos para el madrugón que nos espera mañana.

El madrugón de hoy merecía infinitamente la pena para encadenar estos próximos tres días de dolce farniente.

Una hora y media de trayecto en coche y un desayuno exprés mientras vemos cómo se activan los pueblos indonesios antes de que despierten los turistas. Ahora entendemos que los mercados locales están abiertos desde las 4h00 de la mañana hasta las 12h00 y que los puestecitos que venden ofrendas son los más concurridos a primera hora de la mañana, cuando todos los comerciantes abren sus negocios rezando y salpicando la puerta con agua bendita.

Llegamos al puerto donde se amontonan los turistas para coger los ferris a las distintas islas vecinas. La logística de los mostradores es confusa y agradecemos mucho haber venido con un guía local que sabía dirigirnos. Terminamos por fin en el ferry para un trayecto de 1h30 hasta la isla de Gili.

Desembarcamos con otros 50 turistas occidentales y la isla de Gili se convierte en la isla de los Guiris. El golpe es un poco duro, pensamos en las playas turísticas de España y en cómo habremos podido acabar en un sitio tan frecuentado por los jóvenes fiesteros....

Algo de encanto sí tiene esta preciosa isla, y es que están prohibidos coches y motos, por lo que la única forma de moverse es en bicicleta o carruaje de caballos. De hecho, es así como llegamos al hotel, apretujados con nuestras maletas en una pequeña carroza inclinada hacia atrás y tirada por un caballo miniatura.

Nos cuesta un poco hacernos a la idea de que pasaremos los próximos dos días y medio entre restaurantes y bares de fiesta occidentales, por muy idílico que sea el paraje. Finalmente, nos salva recorrer un poco la costa hacia el norte y ver que existe vida local, con su mercado nocturno y sus restaurantes que quedan completamente a oscuras durante los frecuentes apagones en la isla.

Bastante mágico el ambiente que se crea en una calle bulliciosa sumida en la oscuridad total, donde algunos restaurantes iluminan a sus comensales con pequeñas velas y los cocineros siguen dándole vueltas al pescado en la parrilla alumbrados tan solo por la hoguera o por la luz del móvil. Justo en ese momento, se oye la llamada al rezo de la única mezquita de la isla (fuera de Bali, el resto de islas son de mayoría musulmana) y el silencio se impone en la oscuridad de las calles aledañas.

Recaemos finalmente en el hotel para acostarnos temprano, con la esperanza de que el shock de hoy pase mejor mañana con la excursión para hacer esnorkel entre las tres islas Gili.